ESPAÑA: AGOTAMIENTO Y “FRANQUEZA” PARA LA TRANSICIÓN I/II
Rafael
Gallegos Blog núm. 392
El franquismo estaba agotado en los albores de los años
setenta. Los españoles sabían que la
muerte del líder, más temprano que tarde debido a su avanzada edad, sería un
hito de cambios, de nuevos tiempos. Una parte de la sociedad, simpatizante del
gobierno, temía grandes desequilibrios.
El resto, no soportaba la dictadura y deseaba que el país se enrumbara
hacia la democracia. Todos coincidían en que luego de la desaparición del
caudillo nada sería igual. Que habría un reacomodo, de dimensiones
impredecibles.
Los sistemas se agotan cuando se evidencian pésimos
resultados, o cuando el modelo ha sido superado por las nuevas concepciones de
los ciudadanos, independientemente de
los deseos de los líderes. El agotamiento de los regímenes genera vacíos y la
política es como la física, no los soporta, tiende a llenarlos, a sustituir un
sistema por otro, y para ello se adelanta la transición.
Por ejemplo, en Venezuela a la muerte del dictador
Juan Vicente Gómez en 1935, su sucesor el general López Contreras se convirtió
en el eje de la transición al interpretar el agotamiento del gomecismo y
comenzar a abrir los caminos de la democracia. No hacerlo de esa manera, lo
hubiera hecho parte del epílogo de lo viejo, en lugar de convertirlo en prólogo
de lo nuevo. El Generalísimo Francisco
Franco, al igual que Gómez, murió ejerciendo el poder y dejó tras de sí
un país sediento de cambios.
Franco estaba consciente de lo que se avecinaba
luego de su desaparición física. Por ello, pensó y repensó el posfranquismo. Y
hasta presumió de ello. Sus frases “todo está atado y bien atado”, o su mandato
“obedezcan al Rey como me obedecen a mí”, son prueba de ello. En lugar de
pensar “después de mí el diluvio”,
aceptó que luego de él, la Transición.
La duda está
en el tipo de Transición que quería Franco. Si pensó que el Rey Juan Carlos
encabezara una monarquía democrática tipo Gran Bretaña, o si deseaba que se
convirtiera en otro Generalísimo Francisco Franco, que adaptara el franquismo a
las nuevas realidades; pero sin sacrificar lo fundamental. De todas maneras, el
Caudillo debió estar claro en que al destaparse
tamaña caja de Pandora, pondría a volar deseos, frustraciones,
resentimientos, odios, amores, paradigmas y ambiciones, cuya mezcla generaría
un coctel de impredecibles sabor y consecuencias.
LA IMPERIOSA NECESIDAD DE
RECORDAR EL PASADO
La tendencia general en los procesos de cambio es
pregonar el “olvido de lo pasado”, pero es posible que en España la situación
hubiera sido a la inversa. Que más bien los españoles quisieran recordar el
pasado, tenerlo presente a cada paso, para no repetirlo. Entre la Guerra Civil
y la muerte de Franco, 39 años, habían
vivido unas tres generaciones.
Los abuelos, que habían sufrido la guerra y la dictadura en forma de
violencia, privaciones, cárceles, exilios, muerte o alejamiento de padres,
hijos, cónyuges, familiares y amigos. Los hijos, que se habían criado en un
sistema represivo dentro de España, o exiliados con el cuerpo en el extranjero
y el corazón en la patria, o simplemente bajo la sombra de la guerra civil y
como víctimas de la polarización. Y los nietos, que seguramente sentían lo
absurdo de los enfrentamientos, que ya no compartían las causales de la guerra
y de la dictadura, y que biológicamente eran los llamados a hacer sustentables
los cambios para lograr una España vivible y próspera.
Ni los abuelos, ni los hijos, ni los nietos querían
repetir el pasado. El olvido no era una opción, porque la guerra había dejado
secuelas en lo más hondo del alma española. Seguramente los españoles tomaron
al vívido recuerdo de la guerra, como un antídoto para evitar repetir
incongruencias.
OTREDAD Y DIÁLOGO
La necesidad obliga. A pesar de ser tan diferentes,
los españoles sintieron la necesidad de convivir. Para ello tenían que reconocer y respetar la
existencia del otro, independientemente de lo distinto que éste pudiera ser.
Hasta debían colocarse en los zapatos del otro. O se reconocían en su
diversidad, o sobrevendría otra guerra, u otra dictadura.
Este fenómeno es muy humano. Se trata de la sobrevivencia.
En entenderlo, radicó la grandeza de Nelson Mandela y de su antípoda Frederik
de Klerk, primer ministro sudafricano que comenzó a desmontar el apartheid. Se dieron cuenta que o
dialogaban o se mataban. Conversaron y lograron una de las más bellas historias
del siglo XX. Pura otredad.
El preso Mandela, hombre maduro recordado por el
pueblo con la cara de un muchacho, recorrió sin ser reconocido y con la venia
del Primer Ministro, las ciudades y el campo de Suráfrica, estando legalmente
privado de libertad, a objeto de
familiarizarse con la realidad del momento.
También los vietnamitas, del norte y del sur, se
sentaron a conversar en Viet Nam luego de una espantosa guerra. Ya ninguna
facción podía con tanta matanza. Difícil, pero entre tanta diferencia, comenzaron a comunicarse
por las coincidencias.
En España, Adolfo Suárez, había desarrollado una
amistad con el futuro Rey, Don Juan
Carlos de Borbón, basada en la visión compartida de un post franquismo
democrático. El mismo Suárez, ya presidente, estableció diálogos secretos con
el otrora archienemigo Santiago Carrillo, que dieron como resultado importantes
concesiones ideológicas de lado y lado.
De allí salió la legalización del Partido Comunista Español, que sorprendió e
irritó a unos cuantos.
En el año 1976, cuando la Transición daba sus
primeros pininos y todavía no se habían legalizado los partidos políticos, el
presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, a su regreso de un Congreso en
Suiza, pasó por España y fue recibido en Barajas, por el Rey.
Le traigo “un
contrabando” metido en un avión - y que
le dijo CAP a Juan Carlos de Borbón. Y era nada menos que el ilegal Felipe
González. Éste se bajó del avión por la puerta de atrás para evitar ser visto
por los periodistas y conversó con el Rey en el aeropuerto por un buen rato.
Cosas de los nuevos tiempos y de los nuevos líderes. Era imperativo dialogar y
transigir si se querían lograr resultados diferentes.
LAS CRISIS PRODUCEN SUS
LÍDERES
El Generalísimo Francisco Franco falleció el 20 de
noviembre de 1975, tras treinta y seis años de dictadura. Su gobierno,
originado por su triunfo como jefe del bando ganador en la Guerra Civil,
constituyó un régimen militarista, represivo, sin libertades y sin elecciones.
Además, fue visceralmente anti comunista
y tuvo gran apoyo de la iglesia católica.
En sus comienzos, a pesar de no integrar a España al
bloque de los países del denominado eje durante la Segunda Guerra Mundial, simpatizó
ampliamente con la Alemania nazi y con el fascismo de Mussolini, quienes lo
apoyaron espiritual y materialmente durante la Guerra Civil. Por ejemplo,
aviones de Hitler bombardearon y destruyeron la población de Guernica, quedando
una inmortal obra de Picasso como fe de ello.
A los dos días de la muerte de Franco, el sucesor designado seis años atrás en
calidad de Rey, fue proclamado como Rey Juan Carlos I de Borbón. Era nieto de Alfonso XIII e hijo de Don Juan de
Borbón. Luego de siete meses de reinado y debido a que no lograba acuerdos con el presidente del Consejo de Gobierno del franquismo, Juan Carlos
Fraga, acerca de la visión de la nueva España y la estrategia para implantarla,
procedió a destituirlo. El Rey sorprendió con la escogencia del sustituto, un joven político que “sacó de la manga”,
Adolfo Suárez, colaborador leal de Francisco Franco y jefe de la Televisión
Española durante años.
Abogado,
provinciano, falangista, miembro de la Acción Católica, Suárez había comenzado
su carrera política como botones en la
sede del movimiento. Sus críticos para fastidiar le decían “el botones
ascendido”. El mundo político había esperado que se encargara de esa posición
al niño prodigio del franquismo, Manuel Fraga, un joven brillante, líder,
escritor, fogueado y sobre todo muy franquista.
Nadie creía que el
joven político Suarez, sin mucho
brillo y con poco liderazgo, estuviera capacitado para encabezar el proceso de
Transición.
CONTINUARÁ....
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