EL NIÑO Y EL POZO
Rafael
Gallegos Blog núm. 255
Era 1981 yo trabajaba como ingeniero en Corpoven
Anaco. Durante un trabajo de varios días en el pozo Orocual 18 en Monagas,
junto a mi colega y amigo Átalo Barrios, conocimos al niño Héctor, cuyo relato expongo a continuación,
como una manera de filosofar acerca de los 80 años de la emblemática frase del
Doctor Arturo Uslar Pietri: “Sembrar el petróleo”.
El relato fue publicado en
el periódico “El Ingenio”, de la seccional Anaco del Colegio de Ingenieros de
Venezuela, bajo un seudónimo que yo utilizaba; “El Ácido” y hoy forma parte de
mi libro de relatos: “Ombligo de Adán, ombligo de Eva”, que como siempre, ya se
me ha hecho costumbre, anda a la búsqueda de un editor. A continuación “El niño
y el pozo”:
A
Átalo Barrios, amigo de Héctor.
Una zona montañosa, dentro de ella un claro,
en el claro, un pozo. Uno de esos que producen mucho petróleo y gas, por lo
tanto, mucho dinero.
En las horas nocturnas un silencio absoluto,
solo interrumpido por las ráfagas de viento al chocar contra la vegetación, por
ruido de animales o por el rugido del pozo cada cierto tiempo.
Al amanecer llegan unos hombres para hacer un
trabajo especial en el pozo. De pronto encuentran frente a sí la sonrisa limpia
de un niño. Su menuda contextura de infante desnutrido, sus zapatos tan rotos
en la punta, que permiten a los cinco dedos de sus pies contacto con el aire
libre y su natural simpatía, hace que pronto se gane el cariño de los
trabajadores. Se llama Héctor, tiene nueve hermanitos, tres están con su madre,
los otros tres colocados con familias pudientes, con algunos parientes o,
simplemente vagando por el mundo. Él vive, como aquel famoso programa de
televisión, con el papá de su hermanito, en un rancho de bahareque cercano al
pozo, que tiene un solo ambiente.
-
¿Con quién vives?, pregunta el trabajador
petrolero.
-
Con el novio de mi mamá... con el hombre de mi
mamá, corrige.
-
¿Dónde está él?
-
No sé, se fue antier, debe estar con mi mamá.
-
¿Te dejaron solo?
No hubo respuesta, su inocente y anémica
mirada, libro abierto de una infinita historia de marginalidad: sus padres, los
padres de sus padres, los padres de estos; reflejaron una tristeza que
respondió por sí sola.
-
Ven, te invito a comer.
-
¿Me visto?, preguntó el niño.
-
Si quieres vienes así mismo.
Insistió en vestirse, el trabajador petrolero
se preguntaba si en realidad Héctor tendría más ropa. Su cambio de atuendo
consistió en cubrir su frágil pecho con una franela llena de huecos y en
ponerse unas medias que se veían rotas por el boquete en la punta del zapato.
Devoró la comida con cierta rapidez, el hambre
fue superior a la pena. Su mirada denotaba agradecimiento, ya había salvado el
día, mañana comenzaría una nueva lucha – injusta para un niño de doce años- por
subsistir, o tal vez la plegaria para que volviera el papá de su hermanito con
algunos alimentos.
Mientras tanto, el pozo seguía fluyendo. De
allí salían millones y millones de bolívares, ¿a dónde iban?
Héctor no era hijo de don nadie, era hijo de
don no sé quién. No estudiaba porque no lo habían inscrito en la escuelita. Era
como un estorbo para la vida. En sus planes estaba irse para la capital del
estado y dedicarse a limpiabotas. Era su aspiración, por lo menos podría comer
todos los días. No importaba, él ni lo sospechaba, que la cajita con betunes de
colores fuera un kinder de la delincuencia. Limpiabotas, delincuente, preso, muerto. El pozo seguía
fluyendo, más viajes a Miami, ¿y Héctor, que vivía arriba del yacimiento?
Los vecinitos de Héctor eran todos barrigones,
salían como conejos de los ranchos de bahareque del caserío al pasar por allí
las pick-ups de los trabajadores petroleros. El agua potable no la veían ni por
televisión, porque tampoco tenían electricidad.
Finalizo el trabajo en el pozo y con ello la
estadía de los trabajadores petroleros. Héctor los despidió con una sonrisa
que, sin éxito, trataba de ocultar la tristeza que emanaba su mirada.
¿Dónde comería mañana si no llegaba el papá de
su hermanito? En el futuro, cuando este no llegara se pondría al lado del pozo
para apaciguar su hambre con la esperanza de que volvieran aquellos benévolos y
“adinerados” hombres que un día lo invitaron a comer. Todo, mientras
cristalizaba su proyecto de convertirse en un flamante limpiabotas.
Parece un cuento, ¿verdad? Pero
lamentablemente no es producto de la fantasía de nadie. Es la pura verdad.
Héctor existe en un área petrolera, sus vecinitos barrigones también. El
trabajador petrolero que almorzó con Héctor es quien esto escribe. No tuve que
hacer ningún esfuerzo imaginativo, solo transmito los hechos. Arturo Uslar
Pietri lanzó hace más de cuarenta años su consigna de “sembrar el petróleo”.
¿Dónde lo hemos sembrado? ¿Será en Miami o en los casinos de las islas del
Caribe? ¿Es que Héctor no tiene derecho
a ir al colegio, vestirse y vivir en una casa con los más elementales
servicios?
Si la niñez es la puerta de la vida, ¿cómo
será la vida de Héctor? Todos somos culpables.
El
Ácido/1981.
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